Códigos HTML "JURIMPRUDENCIAS": septiembre 2006
[Cerrar]
INVITACION

JURIMPRUDENCIAS
Si quieres consultar mas temas del derecho penal y del sistema acusatorio visita www.jurimprudencias.com

 

miércoles, septiembre 13, 2006

¿SE JUSTIFICABA EL CAMBIO PROCESAL?


    Por supuesto. La incoherencia de las reglas del moribundo esquema procesal con el conjunto de Principios y Valores consagrados en la Constitución del 91, desarrollados profusamente por la doctrina constitucional, es tan evidente que nuestro Estado, ante tal situación, difícilmente puede llamarse de Derecho, no solo por las flagrantes violaciones a las garantías y derechos de los procesados sino por la vergonzosa y lamentable situación de impunidad que reina en nuestra sociedad y que terminará, más temprano que tarde, socavando la confianza en la más importante tarea del Estado: La Administración de Justicia.

    No es, pues, la descongestión o la eficiencia del sistema la que justifica el cambio procesal, es el Hombre el que reclama, como protagonista y sujeto de un proceso penal, un trato digno, acorde con los Valores, Derechos y P
    rincipios consagrados no solo en la Constitución sino en los documentos internacionales suscritos por Colombia y que hacen parte del Bloque de Constitucionalidad, en tanto se refieren a Derechos Humanos cuyo respeto permiten calificar a un Estado como Social y Democrático de Derecho.

    No obstante que después de la Constitución del 91 se profirieron dos códigos de procedimiento Penal, los consagrados en las leyes 2700 del mismo año y la 600 de 2000, con el propósito de poner a tono nuestra legislación procesal con la novedosa Carta, lo cierto es que es la Corte Constitucional la que, con sus diversos pronunciamientos, se ha encargado, sin mucho éxito, de tratar de ajustar las reglas procesales a los parámetros constitucionales, declarando inexequibles algunas normas incompatibles, condicionando su interpretación en otras o modulando alguna de sus sentencias.

    A tal estado de incoherencia llegaron las cosas que fue la misma Fiscalía, más con el ánimo de innovar que como un acto de contrición, la que propuso un cambio en el esquema, al querer matricularlo, a partir de una reforma constitucional, en el sistema acusatorio, sin lugar a dudas más garantista y mucho más respetuoso del Estado Constitucional, en tanto significaba, de entrada, la redefinición de los roles que habrían de cumplir todos y cada uno de los operadores jurídicos.

    Es que no tiene presentación, no solo por lo que significa para la legitimad del Estado, que se mide sin lugar a dudas a partir de sus normas procesales, sino por lo incoherente e inconsecuente con sus postulados, que el fiscal y el juez, por ejemplo, en el agonizante esquema, se vieran enfrentados, en el desempeño de su labores, a situaciones francamente contradictorias, por no llamarlas esquizofrénicas, de las que se ocupará esta jurimprudencia y que podemos resumir así:

    De una parte, en la etapa de instrucción, el Fiscal es el director del proceso, titular de la acción penal y como tal encargado a nombre del Estado de investigar los delitos y acusar a los posibles delincuentes, pero eso sí cuidándose de investigar tanto lo favorable como lo desfavorable, es decir sin exteriorizar sus preferencias a favor o en contra del investigado o, lo que es lo mismo, mostrándose o aparentado ser imparcial.

    Pero resulta que ese mismo fiscal es el que, en la etapa del juicio, se va a convertir en adversario del acusado, va a sostener la acusación y, si quiere concretar su posición acusatoria, tendrá que, soterradamente, desde la misma instrucción, ir perfilando la prueba ordenada y practicada por él hacia una condena que, por supuesto, será la que pida en la audiencia pública al juez. Es decir, para asegurar su tarea tendrá que llevar al juicio el mayor y mejor arsenal probatorio y para ello aprovechará de la “mejor” manera, ni tonto que fuera, su calidad de director del proceso en la etapa del sumario.

    Por eso si quiere que su acusación se traduzca en una condena se mostrará solícito al momento de ordenar y evacuar las pruebas de cargo, al paso que el entusiasmo disminuye cuando de practicar las de descargo se trate y en este orden de ideas no le conviene que en la practica de aquellas intervenga el defensor, el adversario, y ordena, entonces, al testigo presentarse al “despacho en día y hora hábil”, de tal manera que disminuya la posibilidad de un ncomodo contrainterrogatorio.

    Si por ventura el defensor se logra enterar de la fecha y hora del testimonio de cargo, el contrainterrogatorio, es decir la contradicción de la prueba, no se hará ante una contraparte en igualdad de condiciones, sino ante el director del proceso, interesado en la prueba, incluso con poderes disciplinarios en su contra. Por ello es que resulta un contrasentido, por no llamarlo un absurdo, que el fiscal pueda sancionar a su adersario cuando considere que la prueba por él solicitada es impertinente o inconducente, tal como lo dispone el numeral 6º del art. 144 de la ley 600 de 2000, para no mencionar todas las medidas, privativas inclusive de la libertad, que puede tomar contra el procesado, esto es, contra quien va a ser su contraparte en la etapa del juicio, sin que ello signifique que no lo es ya en la fase sumarial.

    Así, en esos términos, con tales poderes, la prueba no es, entonces, instrumento del proceso para la búsqueda de la verdad y el logro de la justicia, sino que pertenece a una de las partes, la poderosa dentro del proceso, vale decir, la Fiscalía interesada en acusar, acusar y acusar y la llamada a evitar la impunidad, contando para ello, bajo su dirección, con todos los organismos encargados de practicar la prueba técnica, de ahí que el éxito del fiscal se mida en el numero de acusaciones mensuales.

    Prueba técnica que no solo no es practicada por un organismo autónomo o independiente sino por organismos adscritos a la Fiscalía, empezando por el Instituto de Medicina Legal, con el agravante que no es obligatorio correr traslado de la pericia a la contraparte, pues la Corte Suprema de Justicia ya en varias ocasiones ha dicho que su omisión es intrascendente, no constituye irregularidad y por ello no genera nulidad.

    Lo paradójico del asunto es que esas facultades para restringir derechos fundamentales del procesado se puede revertir contra el fiscal, porque de comprobarse que, por ejemplo, actuó con ligereza al momento de privar de la libertad a un sindicado, deberá responder solidariamente, con su patrimonio, en el momento en que el Estado resulte condenado por el error judicial, para lo cual seguramente contribuyó la prueba que él, en ejercicio de su obligación de investigar tanto lo favorable como lo desfavorable, recaudó.

    Pero las inconsistencias que dieron lugar al cambio, y que permiten darle la bienvenida, no terminan ahí. Resulta que ahora, por metodología de trabajo, por cambio de asignaciones o por traslados, puede suceder que un fiscal sea el que investiga o instruya, otro el que acuse al momento de calificar el sumario y otro, distinto, el que sostenga la acusación en la audiencia pública, por lo que el último se entera de lo que hizo el segundo momentos antes de la diligencia con una lectura rápida y superficial de la resolución acusatoria, mientras éste no tiene ni idea como adelantó el primero la investigación. Lo cierto es que hoy, uno es el que acusa y otro el que participa como acusador en la vista pública. De esto nada bueno puede salir o sí, cualquier cosa, pero no justicia.

    Pero el asunto, las inconsistencias, no terminan con el cierre de la investigación, continúan en el juicio, pues al paso que al juez se le exige imparcialidad, como uno de los pilares de la administración de justicia, no solo se le autoriza sino que se le obliga a inmiscuirse en el debate probatorio ordenando pruebas, lo que, así sea con el propósito de hallar la verdad, lo perfila a favor o en contra de una de las partes, con lo que su imparcialidad queda en entredicho.

    No obstante lo más grave, siendo grave, no es que el juez tome partido al ordenar pruebas, que de una u otra manera van a redundar en beneficio o en contra de la defensa, sino que se inmiscuya en la acusación, modificando la que presente el Fiscal, porque a pesar que se quiera soslayar, el encargado de impartir justicia, termina siendo juez y parte, pues al estar facultado para ordenar pruebas y para cambiar la calificación en la audiencia pública, resulta fungiendo como instructor, calificador, acusador y fallador. Sí, porque si puede ordenar pruebas, modificar la calificación y dictar sentencia, está concentrando sobre sí las funciones de investigar y de juzgar, sin que se descarte la de defender pues al ordenar de oficio, pruebas, puede contribuir a la defensa.

    Así, con este panorama, tenemos por un lado, en la etapa de instrucción, las funciones de instruir, calificar y sostener la acusación en cabeza de tres fiscales distintos, desconectados todos y por otro, en la etapa del juicio, a un juez concentrando en su cabeza tres funciones diferentes, la de instruir, calificar y fallar siendo de él únicamente la última. Es decir la desconcentración de funciones se está dando no en el juicio, que es donde debería darse, sino en la instrucción, porque es en aquel donde se debe evidenciar el carácter tripartita del proceso, pues uno debe ser el que acusa, otro el que defienda y un tercero imparcial el que falla, pero no, tal desconcentración se está dando es con relación a la fiscalia, porque un fiscal es el que investiga, otro el que califica y al final en la audiencia pública, un tercero es el que sustenta la acusación, cuando no se la cambia el juez.

    Pero no hay problema porque si el juez tiene la facultad de modificar la calificación, convirtiéndose así en un acusador, la fiscalía, por su parte, tiene la posibilidad de denunciar, investigar y acusar al juez, por prevaricador, cuando quiera que una decisión o un fallo no le guste o no consulte sus intereses.

    Más aberrante aún, y ello también justificaba el cambio, es que ahora con los juzgados y tribunales de descongestión, un juez es que el preside la diligencia más importante del proceso, que no es otra que la audiencia pública y otro totalmente distinto es el que profiere la sentencia. No se entiende cómo un juez que no ha presidido, que ni siquiera ha presenciado la práctica de la prueba , que no conoce al procesado, que no ha visto a los testigos, que no distingue al perito ni al fiscal, pueda hacer justicia al dictar una sentencia. Termina, como ocurre hoy en todos los procesos penales en el agonizante sistema, juzgando expedientes y no personas, porque lo que tiene ante sí, para fallar, son papeles y no los protagonistas del drama: El victimario y la víctima.

    Y no es que esta sea una práctica sobreviniente con los jueces de descongestión. No, la práctica es inveterada porque para nadie es un secreto que en la mayoría de los casos los jueces fallan, condenan la más de las veces, sin conocer al acusado, ya porque está en libertad y no es obligatoria su asistencia, porque se le está juzgando en contumacia, porque se negó a trasladarse de su sitio de reclusión o porque el juez está atendiendo otros asuntos mientras el secretario o el escribiente preside la audiencia, como ocurre en los eventos en que el enjuiciado no se halla privado de su libertad.

    El panorama es más desolador cuando la audiencia se reduce a un defensor de oficio dictándole a un escribiente su intervención, por cuanto el juez, al no tener preso el proceso, escasamente interviene, en pocos casos, para instalar la audiencia y el fiscal una vez ha intervenido se retira, por lo que al final la audiencia, la trascendente dentro del proceso, termina siendo una lamentable farsa en que el ritual culmina con un acta plagada de falsedades, infidelidades y horrores de ortografía, como si la importancia de la audiencia, la administración de justicia o la inocencia o culpabilidad del enjuiciado dependiera de que estuviera o no preso el acusado.

    Por ello, por lo anotado, por lo que lo que se termina juzgando son papeles es que no tiene importancia que la sentencia se dicte, como ocurre en la mayoría de los casos, meses o años después de haber culminado la audiencia, en tanto cuando el juez no ha presidido la audiencia, no ha mediado en la prueba, no conoce al procesado, lo mismo da que la sentencia se profiera al día, al mes o al año siguiente, pues los papeles siguen siendo los mismos.

    Como no se exige la concentración, la continuidad, la presencia y la identidad del juez y mucho menos la inmediación probatoria, resulta indiferente en el proceso de la ley 600 que la sentencia la dicte el mismo juez que presidió la audiencia y es que ni siquiera la oralidad es necesaria por cuanto se ha puesto de moda la practica de exigirle al defensor su intervención por escrito cuando el fiscal está enterado que debe hacerlo de la misma manera, esto es, por escrito.

    Todas estas incoherencias, inconsistencias y contradicciones son las que se pretenden superar con el sistema acusatorio y justifican, con creces, el cambio. Ojalá que se logre, porque lo que está en juego no es un simple conjunto de reglas procedimentales sino una serie de derechos, garantías y libertades de las personas que pueden resultar afectados con un proceso que no consulte los Valores y Principios Constitucionales.



    GUSTAVO VILLANUEVA GARRIDO
    Docente Universitario.






martes, septiembre 05, 2006

SENTENCIAS

SENTENCIAS PIONERAS DE LA CORTE CONSTITUCIONAL SOBRE EL SISTEMA ACUSATORIO

    Creative Commons License
    Esta obra es publicada bajo una licencia Creative Commons.